Nadie viene

martes, junio 24

La frutillita

¡Claro! Más bien. ¿Qué va a decir? O no dice nada. Hace tiempo que no dice nada. O dice poco. Por eso mismo, porque habla poco últimamente, es que me levanto y voy a la mesa, no sé muy bien a qué, probablemente para no sentir tan de cerca su respiración que es la evidencia más elocuente de que un hueco se ha instalado junto a nosotros como se instalan, a veces, las visitas inesperadas. Tampoco es para tanto, pienso, después de todo, los huecos, no son más que espacios de ventilación, ¿no? Sólo eso. La mesa ni la registro, así que sigo rumbo a la biblioteca hasta que me detengo, no porque algún libro me llame especialmente la atención, sino porque, en un desprendimiento repentino de lucidez, me doy cuenta de que no persigo ningún objeto más allá de la preocupación por mantener mi cuerpo en movimiento, aunque sea con la torpeza sigilosa de un sonámbulo, sí, a eso me parezco, a un sonámbulo. O a un gil. O a las dos cosas juntas que, combinadas, sintetizan una potente fórmula de atolondramiento. Con la mirada perdida, o bien con la mirada hacia adentro, sigo algunos de los libros, que son pocos, por lo que en un pestañeo, también atolondrado, me doy contra el blanco de la pared. Es una biblioteca modesta, de apenas dos estanterías, con unos pocos libros tribuneros bastante desvaídos, a excepción de “El sendero en el bosque”, de Adalbert Stifter, que parece una de esas flores imposibles que crecen en el medio de un cactus, copetudas, con austera exuberancia, con ese influjo hipnótico que sólo despiertan las flores de plástico en la decoración de una mesa. Una vez tuvimos una discusión sobre la decoración de la mesa, ahora recuerdo, yo quería, no sé muy bien por qué, poner flores de plástico o no sé si eran frutas, sólo un par de bananas y uvas y una frutilla, sobre todo una frutilla de plástico que no encontraba por ningún lado, ni siquiera en Los Chinos. Ella no. Decía que prefería las cosas naturales. Las flores naturales son auténticas, todo lo natural es auténtico, me dijo. Además su fragancia (supongo que se refería al olor) no la cambio por nada del mundo. Pero se pudren enseguida, le dije. Lo que yo quiero es que se queden ahí. Lo mismo que la frutilla. Quiero que no se mueva de la mesa. Que no se pudra. ¿Qué vas a poner? ¿Una frutilla de verdad para que empiece a largar olor a podrido o para que te la comas a las dos horas? A partir de ese momento siempre venía un silencio, un agujero en la conversación que en realidad no es más un agujero plano, sin lógica, un vacío tanto en su cabeza como en la mía. De pronto veo que, sobre Stifter, y también sobre algunos otros, hay una especie de periódico, o una revista, doblada en varios pliegues. No es un objeto que reconozca, lo que no quiere decir que no haya estado ahí durante tanto tiempo como cualquiera de los otros objetos que distingo como habituales: libros, velas, botellitas de colores y un par de muñecos de arpillera. Los dos muñecos son lo único que podría definir como mi humilde aporte ornamental al apartamento, aunque no sea más que un aporte de mi madre y de la madre de mi madre, no de mi inventiva. Quizás el hecho de que los monigotes representen una suerte de parejita estable y feliz sea sí, por fin, un hallazgo personal, pero cuesta creer que no se le haya ocurrido a mi madre o a la madre de mi madre o a cualquier otro. Sea de quién sea la ocurrencia, si de mi madre o de mi abuela o de algún ingenioso miniaturista, lo cierto es que, curiosamente, esta simpática pareja inanimada ya no está, se esfumó, ha desaparecido como por arte de magia, y recién ahora me doy cuenta de que no hay nada en su lugar más que aire. Reacciono con ingenuo desconcierto y estiro el brazo hacia los muñecos para confirmar, supongo, que no están y que el aire no es más que la comedia de un cambio, un cambio de aire, el ligero corrimiento de un eje… ¿Qué está pasando? ¿Y los muñecos?, le pregunto, Sabora, ¿dónde están los muñecos?, repito. Ante la sospecha de reacción disparatada me calmo y agarro la revista. Enseguida se produce un vientito, fruto del propio impulso de la muñeca, y un fuerte olor a tinta se me impregna en el cuerpo. La tapa está salpicada de manchones de sangre que parecen estrellas, o al revés, y un negro abismal que lo cubre todo. Quiero decir que el color negro está encarnado en un negro abismal, un hombre prácticamente azul de proporciones descabelladas… ¿Qué es esto? ¿Qué hace un negro de dos metros en la portada de un pasquín? La pregunta queda un poco despejada cuando leo el título en letra rústica: Kambio Afro. Pero sólo poco. Apenas un rayo de luz y listo, todo tapado de nuevo por un nubarrón, mejor dicho, por un enorme toldo oscuro como el infinito confuso. Algo como un espasmo mental me arroja hacia afuera. ¿Y esta revista Sabora?... Sabora, ¿de dónde salió este pasquín? No me contesta. Lo que se oye es el televisor encendido y todo quieto, todo fotografiado, hasta el perfume extrapolado del living. Shhhhh, no puedo escuchar lo que dice si seguís hablando. ¡Escuchá!, y me señala la tele. Tiene la concentración de una estatua. Intento observarla por primera vez en el día, o en mi vida, por qué no, y el ejercicio se descubre como ridículo enseguida. Es como si ya no la viera. Lo curioso es que la primera vez que la vi pensé que estaba frente a una figura esculpida, precisamente frente a una estatua… ¡Y ahora mismo estoy frente a una!, frente a otra, no sé si trata de estatua viviente que ha perdido el control de su cuerpo, su depurada técnica. No sé nada, aunque quisiera saber menos, sería quizás mejor, probablemente mucho más gratificante sería zambullirse en la amplitud enciclopédica, ilimitada, de una laguna mental plateada como una pista de patinaje. Pero para eso me falta, cómo decirlo, la habilidad innata, la competencia, ser federado en patín… ¿Son plateadas? Cuando las cosas no están en su lugar, se nota, no tanto como para experimentar extrañeza, pero capaz que algo parecido, algo como… no sé, algo parecido. Otra cosa, es como si fuera otra cosa en lugar de otra, y en el medio el aire espeso, que se pega como un zángano en todas partes. Me pregunto por qué tanto. ¿No es un abuso? Entonces las patas rápidas, histéricas, invaden mi cara, la tapan completamente. Un perfume violento lo copa todo, un olor exactamente a qué… Sabora, ¿de dónde viene ese olor?... ¡Sabora!, le llamo tímidamente la atención. Un mareo repentino me provoca una nausea que no es para tanto, mis ojos se achican o la ilusión de que el living es una casa de muñecas, no, de muñecos, de muñecos extraviados transforma cada objeto en una réplica minúscula, en una escenario de espacios reducidos, sólo un juego. Por un instante me siento un juguete, pero de qué, de quién. ¿Qué te dije?, me pregunta Sabora, con tensa discreción, mientras mis ojos retoman su normalidad. ¿Qué te dije de qué?, le pregunto yo, sorprendido. Que no molestes que estoy escuchando… ¿No ves lo que pasa? Apareció Edgardo Ortuño. ¿Qué? Sí, así como lo escuchás, ¡Apareció Edgardo Ortuño! Sus ojos adquieren un brillo especial y su cuerpo, frente a la tele, toma un carácter novedoso, propio de los que observan cómo sus ideas son perfectas en otra boca más notoria, la boca de Edgardo Ortuño… ¿Quién es Edgardo Ortuño Sabora? No sé de qué estás hablando. Y luego, redoblo la apuesta: ¿Por qué últimamente no sé de lo que hablamos? Ni siquiera sé si hablamos de algo. Hasta ahí llega. Un mesías inquieto, con cuerpito infantil se adelanta. El agujero. El hueco anunciado en el juego torpe de la conversación se abre, se extiende como el único invento posible. No hay nada más que Edgardo Ortuño, que súbitamente devora todo lo que no se me ocurre, a lo pac man. Por fin decido observar la imagen de la tele, y, ¡ahora sí!, no salgo de mi asombro… ¡Es el negro del pasquín! Pero nada que ver. Son como dos negros en uno. Agarro el periódico y, efectivamente, dice: Acá está Edgardo Ortuño. Enorme, de dos metros por lo menos. Y el de la tele es casi un botón, preciso, simple, funcional. Lo primero, en realidad lo único que se me ocurre es que se trata de un truco, de golpe todo, tal vez por comodidad, lo veo como una farsa mal pensada y me voy a dormir. Suficiente por hoy.

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