Nadie viene

martes, setiembre 9

La mañana

A la mañana nos despertamos juntos. Juntos hasta ahí. Mojo una galletita surreal en el café con leche mientras Sabora se prepara para salir más temprano de lo normal. El silencio, con estrépito matinal de trompetas, se confunde con la despareja melodía que sale de los resortes de la cama, hecha de ruiditos secos, los mismos que puede proferir un engendro con su inocente porfía en la sala de parto. Así es como se amplifican y así también como se dispersan, con la misma urgencia del retardado, en un tic, o en muchos, probablemente con la misma velocidad con que se bautizan las moscas en una volqueta. Pero es cuando Sabora cierra la puerta, justo después del Nos vemos, que las moscas se esfuman y todo parece un canto pero al revés, una fuente pletórica de aire diseminado por mi cabeza. Llegué tarde, me digo, siempre me digo lo mismo, tarde. Lo que pasa es que hay Delay, Darío. Paciencia. De nuevo, ¿por qué no empezamos de nuevo? ¿A dónde te pensás que vas? ¡Sabora! ¡Sabora! Como un detalle casi protocolar, el golpeteo retumbón de la puerta deja un vientito incierto, que, justo es decirlo, no desafía la tartamuda precisión que alcanzan las cosas en su discreto pe pe pe riplo. Tal vez una simple frutilla de plástico, con su fulgor infinitamente monótono, logre darle una exactitud diferente a mi pe pe pe riplo, el tipo de precisión de una cosa en una mudanza, pienso en un piano sostenido por dos vermicelli bajando por una escalera, ¿por qué no? No es mucho pedir. Termino la galletita con una náusea, y después, naturalmente, vomito. En la forma de una insospechada catarsis salgo del bache tempranero y asomo la cabeza por la ventana. Por suerte Los Chinos ya están abiertos. Tal vez hoy sea un día con suerte y logre dar con una frutilla, sólo una, nada más, suficiente para unos pocos destellos, como los de una vela encendida casi por las dudas durante el día. ¿Y ese olor? Otra vez ese olor exactamente a qué, pero mezclado con otro. Es el vómito, claro, el vómito inaugural, descorchado y desparramado sobre la mesa. Lo limpio pero queda una resaca, el ripio, la pucheta enganchada exactamente al qué del insistente perfume. Cuando decido, por fin, bajar a probar suerte con Los Chinos (la suerte con Los Chinos es un camino sembrado de rosas ecuatorianas) abro la puerta y, en un movimiento espontáneo de curiosidad, me doy vuelta para ver lo que queda. Un vago polvo, apenas una nubecita acorralada por cuatro paredes, rebotona, empimponada. Con asombrosa simpleza mecánica, aprovecho para agarrar el pasquín y bajarlo conmigo, directo a la volqueta. Abajo parece todo distinto, el aire límpido, de una pureza sospechosa, parece borrado por una goma de pan. Sólo una miga, o un panadero, se obstina como un insecto, desciende con embriaguez de dandy desde el cielo brillante, pintado con destreza de paisajista. Me zambullo, entro. Cruzo la calle y me deshago del oscuro pasquín. No había terminado de soltarlo cuando de repente, en una imagen, juraría, retocada, veo dos cabecitas asomándose por entre las bolsas de basura que se cuelgan de la boca de la volqueta… ¡Dos flores en un basural! Me refriego los ojos a lo dibujito, pero es inútil, sigue todo como está, ni el delicado cortejo de moscas se detiene. Indolentes, entre nudos resbalosos, sólo cuando los veo con claridad y pierden su aureola de aparecidos sé que son ellos, invocando una lujuria demasiado excéntrica, quizás tardía… ¡La puta madre! ¿Qué hacen acá, muñecos de mierda? Acá no valen nada. Una vieja tiempo loco se acerca y me dice que escuchó que los basureros levantaron la huelga. Era hora, opina. Faltaban las gaviotas. Acá no valen nada, seguro, ni dos pesos livianos. Pero llegan demasiado tarde, ¿qué se piensan?, prosigue la vieja. Lo que pasa es que hay Delay, Darío. Paciencia. Sumido, algo así como un samurai con el honor tocado, en una pletórica aspereza interna, me llevo sus cuerpitos de sparring al bolsillo. Buenos días, señora. Buenos días, joven. Ya adentro de Los Chinos es otra cosa. Otras cosas. Lo primero que veo es una cajita de caldos pegada a una espiral mata mosquitos, tan adherida que la extremidad de la espiral está amputada por uno de los bordes del caldo. Es un extraño ritual masoquista, probablemente, una forma particular de relacionar los objetos que se multiplica orientalmente a todo cuanto hay en el negocio, donde hay lugar, tan sólo, para lo que se acalda, lo que se funde en una abigarrada lógica decorativa: Minimalismo Caldo. ElpadredeChan me saluda y se le dibuja un tercer ojo en la boca, una sonrisa leve y amable forjada por el hábito. Vamos a ver qué pasa, me digo. Y lo que pasa, primero, es un ruido y luego una sombra, que nace detrás de la estantería que divide el almacén y se alarga hasta la heladera de los fiambres. Me fijo en la caja pero ElpadredeChan permanece atrás, parado en el mismo lugar, captado por el aire propio del comercio. Entonces hay alguien más. Pronto el sonido del contacto de sus manos con algún envoltorio cede ante la cautela de unos pasos fantasmales, flotantes. Doy vuelta por la esquina de la estantería y, por fin, miro. Nada. Nadie. Ahora se repite al revés, como si tuviera un vo dejá. Justo después de que sus manos dejan de revolver y un ambiguo silencio se apuesta entre las capas de aire espeso, miro para abajo, al costado de las galletitas. Sobre un pequeño espacio de madera hay un vacío, quizás el único en todo el almacén, en el que se pasman, juguetonas, las frutas de plástico. Ahí está la frutilla, una, sola y majestuosa. La tomo, o mejor dicho la recolecto, como a un tesoro largamente buscado, y en un discreteo de maniático me voy a la caja, hasta que la pago. Al fin es mía.

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